Si nunca fue nuevo y nunca se pone viejo, eso es un canción folk, dice el pobre y perdido Llewyn Davis en la película de los hermanos Cohen Inside Llewyn Davis. Y su voz, ficticia, recreada, permite empezar a hablar del escenario del que surgió, con veinte años, la leyenda musical y, también, literaria, de Bob Dylan.
Recorrer su historia requiere un ejercicio de imaginación: volver a un tiempo y a un espacio. El tiempo es a principios de los 60, en los que el movimiento contracultural, las protestas de los negros y los beatniks que subían y bajaban por una Norteamérica plural y en plena ebullición. El espacio, en este caso, es un reducto dedicado exclusivamente al folk. Hombres y mujeres con suéteres, guitarras, camisas de estilo Pampero, botas de vaqueros, armónicas, mandolinas. Hombres y mujeres llenando (o no tanto) cafés y bares en Nueva York, en algunas calles selectas del Greenwich Village. Mesitas de madera, una luz baja, letreros iluminados: Gaslight Café, Gerde’s Folk City, The Bitter End. Nombres que iban y venían, más o menos iluminados, más o menos conscientes de su propio futuro: Joan Baez, Ramblin’ Jack Elliot, the Clancy Brothers, o un joven Bob Dylan.
El personaje errante de Llewyn Davis tiene una fuente de inspiración disímil, pero notoriamente real. Lejos de ser un pobre vagabundo callejero con una guitarra, Dave Van Ronk era la voz de trueno que resonaba en aquellos bares y en quien Davis está inspirado. Llamado “el Mariscal de la Calle McDougal” por sus colegas, Van Ronk era algo así como el tío curtido, la roca inclaudicable. El propio Bob lo describe en sus Crónicas:
“La voz de Van Ronk era como una metralla oxidada, lo que no le impedía arrancarle matices sutiles, delicados, suaves, ásperos, explosivos, a veces todos en una sola canción (…) Era grande, llegaba hasta el cielo, y yo lo admiraba. Venía de tierra de gigantes.”
Van Ronk se sumaba a la caterva de crotos, intelectuales, escritores, profesores, beatniks, músicos, ramblers, hobos, y poetas que poblaban los ambientes culturales de la época. Si el viejo Dylan confiesa su inevitable inspiración en el Mariscal de la calle McDougal, nosotros confesamos una inevitable inspiración en el teórico marxista Raymond Williams. Construir la época a través de los materiales disponibles, construir la estructura de sentimiento, puede volverse un ejercicio increíblemente radial. Música, palabras, películas, testimonios, mezclados para dar cuenta de la sensación de una época que ya no está. Crear, entonces, el ambiente. Para que el oyente se recueste en el sillón o la cama y se pierda, con ese sopor querible que dan las buenas historias y las tonadas desconocidas, en un lugar del cual podía surgir, algún día, un Bob Dylan.
Su historia con Joan Baez, de influencia, amor y abandono, sus historias de plagios y robos, su relación con Albert Grossman, ambicioso productor y personaje equívoco y talentoso.
Un Dylan que juega con la sátira, con la ironía, con los temas políticos, como la historia de la sirvienta negra Hattie Carrol y su asesinato a manos del terrateniente William Zatzinger. Un camaleón, un poeta recién nacido, despegaba y se desmarcaba del resto. Con todas sus consecuencias y resultados.
Con la eterna maestría de Nicolás Moggia en los controles y la conducción de Agustín Montenegro, para ustedes, un nuevo programa de Las lecturas.