Cuando ya todas las luces se han apagado, y en las casas las espesas cortinas separan el hogar de la calle, la sombra de la crisis moderna empieza a surgir en las calles de Los Angeles, Montevideo, Nueva York, Buenos Aires, Londres. Un hombre detrás de una puerta. Un revólver atento. Una mujer fatal.
El delicado Auguste Dupin, invención detectivesca de Edgar Allan Poe, resolvía sus casos policiales desde su departamento parisino. Problemas intrincados, misterios irresolubles. Lo mismo hizo su sucesor Sherlock Holmes varios años después, desde la clásica vivienda en Baker Street. Hombres de raciocinio, de intelecto, de método. El siglo XX ve nacer a un detective muy distinto. Se llamó Philip Marlowe, Sam Spade o Etchenaik. Hombres de rostros arrugados y de conductas nocturnas, adictos al alcohol y al tabaco. Se ganan el mango fotografiando adulterios y, de vez en cuando, golpeando a algún criminal de poca monta. Su escenario: las ciudades modernas del siglo XX.
Los muertos aparecen en contenedores de basura o surgen desde el mismísimo asfalto. Y más allá del culpable material de cada crimen, el sistema empieza a verse como la principal causa de la degradación moral de la sociedad. Es ahí donde la ciudad, en pleno avance del capitalismo, se observa como un conjunto de ruinas. Es ahí, entre esos escombros, que aparecen los otros protagonistas del policial negro: el hombre perseguido por su pasado, la mujer que haría cualquier cosa por aferrarse a la vida, los antros de mala muerte, los callejones sin salida.
El primero de los programas dedicado al policial negro, a sus detectives y femmes fatales, a «Los asesinos» de Ernest Hemingway y a «El sueño eterno» de Raymond Chandler. Con la conducción de Agustín Montenegro, la operación técnica de Nicolás Moggia y una gran selección de jazz oscuro para pasar la noche.