El árbol de remolachas cocidas / A dos horas de Barboza, de Gonzalo Gálvez Romano
Wu Wei Milena Caserola / el 8vo loco
2012 / 2013
125 páginas / 93 páginas
“Hacían falta sólo dos pasos fuera de la casa para que el fondo de mi abuelo se transformara en una selva”.
El árbol de remolachas cocidas
“-Pero, Elvira tiene como veinte años. –balbuceó Pedro.
-Veintitrés. Por eso me voy, por ahí, a la vuelta, dentro de cuatro años…
-Dentro de cuatro años vas a tener trece- interrumpió Martín.
-Sí, pero ya voy a haber recorrido todo el mundo, y esas cosas te hacen más maduro.”
Los jinetes de la bestia
Un oficio más simple
Estamos en el Festival Exil 3.0. Cuatro psicólogos llevan adelante una mesa sobre la relación entre exilio, lengua y literatura. A dos sillas de distancia, Gonzalo Gálvez Romano escucha, como yo, atentamente. No sé lo que opina, ni lo que está pensando.
Los expositores o, mejor dicho, los introductores y propulsores del debate, son personajes grandiosos: por el trabajo que hacen y por la naturalidad y el interés con los que hablan sobre conceptos complejos como la locura, la palabra soplada, el ser hablado por el lenguaje, la psicosis, en un contexto completamente descarnado de todo academicismo.
Cuando finaliza el debate, salgo con Gálvez Romano al patio. Después de conversar un poco, le pregunto qué opina. Me mira, y me acuerdo que dice que esas búsquedas dependen de lo que uno hace. Reelaboro, por mi cuenta, y pienso que lo que Gálvez Romano me dijo aquella noche es: que nunca podría hacer una lectura así, ni hablar así sobre la literatura, ni escribir así, porque no es a lo que se dedica. No es su oficio.
Entiendo, súbitamente, cómo arrancar esta reseña. Gonzalo Gálvez Romano no podría hablar de la relación entre la psicosis y la poesía, porque no es parte de su oficio. No es lo que hace, y el hacer acá determina un gran campo que también es el de la literatura.
Entonces, ¿cuál es el oficio literario de Gálvez Romano? ¿Qué hace?
Muy simple y, a la vez, complejo.
Yo les juro que Gálvez Romano tiene un pelotero.
El mundo es éste
Los cuentos de Gálvez Romano empiezan donde el solipsismo del yo lector/autor se suspende por un rato, y donde hombres, mujeres y niños empiezan a relacionarse en un punto más simple y honesto, quizás en un lugar más aislado, quizás con tiempos más amplios que los que nos sacuden. Pecaré de inocente, o de sesgado, o de filisteo. Sea.
Narrativos, pausados, pacientes. Los cuentos de Gálvez Romano tienen virtudes que escasean y que reivindico. Ante el falso glamour del vértigo bohemio globalizado propone una escritura que sería señorial si no fuera tan mínima, tan cotidiana. La aventura, la verdadera, la que teníamos cuando éramos chicos, está en el tren, en el galpón abandonado, entre el pasto alto del jardín.
Gálvez Romano sigue la pista del Rudyard Kipling de Rikki Tikki Tavi, o de un Conrad en clave minimista e íntima, y lo hace sin pasar por la Aduana Borges. El organismo aduanero borgeano se quedó con lo que le servía de Kipling, Conrad o Stevenson en concepto de pago y nos lo legó como herencia. Ese gesto impositivo nos dejó traducciones, ediciones y prólogos: un campo simbólico a seguir o a evitar. Transmitió, viéndolo sólo del lado de la inocencia o a la ingenuidad, su pasión por esas narraciones: sin embargo, dicha pasión no transmitió una estela formal, un campo a explorar, salvo algunas excepciones. En más de un caso, propició extrañas conductas literarias: autores que, queriendo escribir sobre aventuras, terminan escribiendo sobre libros, hallazgos de libros, traducciones comparadas, o ediciones perdidas.
Creo que, aunque Gálvez Romano ronde aquellos pagos literarios, sus cuentos remiten a un acervo cultural un poco más reciente, signado por películas como Los Goonies (1985), de Richard Donner, o la más recienteSuper 8 (2011), de J.J Abrams. Ambas películas narran cómo en el mundo cotidiano de un grupo de chicos se entremezclan aventuras inesperadas a la vuelta de la esquina. Son historias que proponen nada más y nada menos que el rescate de la dimensión barrial por su posibilidad, muchas veces escondida, de combinaciones para el vértigo y el romance. En ellas los chicos no leen, como en La historia sin fin, un libro que los lleva a un mundo paralelo. El mundo es éste: la aventura no es sólo con enanos y elfos, sino que también es la caída en el sótano de la abuela, la noche estrellada con amigos, una carrera en bicicleta para escapar del horrible vecino de al lado.
Nociones básicas para los olvidadizos: por un pelotero en la literatura
Entonces, sí, Gonzalo Gálvez Romano tiene un pelotero. Ahí, los lugares están sólidamente definidos. El túnel, las sogas, el gran mar de pelotitas de colores, las redes de los barcos pirata. Tienen límites, y aun así están liberados a la imaginación. Colgado de las sogas podemos ser, o el Hombre Araña, o Indiana Jones, o Sailor Moon. Otros, quizás más antiguos, elegirán ser Johnny Quest, La Mujer Maravilla, Nippur de Lagash, Sandokán. O ser, finalmente, ellos mismos. El pelotero de Gálvez Romano nos presenta personajes recurrentes como Aldo, el pibe romántico, Martín, aventurero, Batista, el dueño del bar, y Clarita, que toma el tren con su bebé. Están ahí: si los buscamos juegan con nosotros.
El pelotero no tiene nada que ver con lo mercantil, con lo monetario: la relación entre nosotros y la diversión no se rige por esa relación fascinada con el precio, sino por la capacidad de imaginar(nos) en un espacio, y no con una cosa. Ese espacio en los cuentos de Gálvez Romano es el mar, es el patio del abuelo, es a dos horas de Barboza, o en el cruce de Bolívar y Av. De Mayo, por donde, si no tenemos cuidado, nos pisará la tropilla de caballos que corre desbocada. A la vez, en el pelotero no puede haber alguien mejor que otro. No hay alguien que tenga algo mejor que lo que tiene el otro, como sucede en relación a los juguetes, sino que existen (y se entablan) relaciones humanas y físicas. Y sí, las relaciones humanas y físicas también están cosificadas: pero no lo sabemos, somos chicos, maduros, sí, lectores, pero chicos al fin. Una literatura sutilmente convincente que nos transporta y que nos devuelve a ese momento infantil tiene, sin dudas, un poder narrativo que evita la cosificación por un rato.
Como la imaginación de los chicos, los cuentos de Gálvez Romano no están excluidos de la muerte, de la tristeza o de la oscuridad. No hay nada más maduro y serio que una nena que jura vengar a su héroe, baleado o muerto a flechazos, derrotado (no para siempre) por ese otro nene, ese que hace tan bien el papel del villano y que espera, como oculto dentro de sí mismo, poder ser el héroe alguna vez. Y como un día que se pasa en el pelotero, en los cuentos de Gálvez Romano encontramos personajes extraños, acciones insólitas, o incluso mundos de imaginación amplios que integran a los demás compañeros de juego. Con nosotros juegan Melián, la sonrisa del bolero que volvió, y Landsa, misterioso. Alrededor nuestro no todo es fácil. Los suecos se acomodan en el negocio de la tala y destruyen los alrededores. Los desconocidos llegan al pueblo-pelotero y cosas extrañas suceden. En algún lugar, lo sabemos con Martín, con Aldo y con Pedro, hay mil cuatrocientos millones, y nos enfrentaremos a varios peligros en su búsqueda. Aldo, luego (o antes), les dirá a sus compañeros que se tiene que ir, por Elvira. Ella tiene 20, él tiene 9: es un amor imposible.
Finalmente, en el mundo acotado del pelotero, hay un solo límite, el único, quizás, para autor y lector. Es el límite del tiempo que, sin prisa, también es la muerte. El tiempo les cuesta a nuestros padres, o a nosotros, dinero, y signa nuestro fin. Hay una hora, que es terrible, en la que el pobre cristiano que labura diez horas un domingo se va a su casa a descansar del frenesí de los nenes, ávidos de aventuras fuera del colegio. Es la triste hora de los celos y la vergüenza en la cual las animadoras dejan de enamorarnos, y ya no se impresionan por nuestras hazañas. Aparecen cambiadas, porque se nos van. Se nos van para tomar una cerveza con las camareras, o para encontrarse con tipos más grandes, intimidantes, que ya no juegan. Repetimos la historia de Aldo. Cabizbajos, pensamos: nosotros fuimos el Hombre Araña, y a la chica se la lleva ese gigante. Y nos decimos, levantando la cabeza, reponiéndonos del golpe y la herida: algún día, algún día.
En esa hora donde la misma realidad, más descolorida y asfixiante, se acerca a nosotros, el autor debe llegar al final de su obra. Trabajar en otras cosas, o en algo que dé plata. Cerrar el pelotero, aunque sea por un momento de madurez inevitable, de esa que, avisan, viene con la vida.
Extasiado, el lector tiene que bajarse del colectivo, llegar al trabajo, hacerse la comida, acostar a los nenes. Dormir para despertarse en pocas horas. Sabe, sin embargo, que en el democrático pelotero infinito de Gálvez Romano –en él todos nos reflejamos iguales – hay tesoros y regresos pródigos. Hay mares que nadar y, en algún lugar, un árbol que da remolachas cocidas.